22 de septiembre de 2013

2- Una Silueta que se arrastra en las Noches

...
- Ey, despertate, paparulo -dice Manuel zarandeando a Rodrigo.
- Uy boludo ¡no sabés lo que soñé! -las palabras de Rodrigo salen masticadas mientras se estira-. Soñé que me casaba con Sofía y ganaba la lotería.
- Cuánto me alegro, cuánto me alegro -responde Sebastián cruzado de brazos y dando la espalda a todos.
Por ahí cerca unas moscas se arremolinaban, habían llamado la atención de esos cuatro amigos pero poco podían hacer al respecto. Era fácil ignorar ese extraño comportamiento cuando lo más preocupante era el hambre. Llevaban semanas alejándose de la ciudad, caminando hacia el oeste. Rara vez encontraban comida y era cada vez más raro encontrarla en buen estado. Esa vez habían parado en una iglesia, Damián confiaba en la estructura edilicia del santuario y garantizaba que no podía pasarles nada. Los demás no estaban muy convencidos y dormían por turnos.
Sebastián miraba a través del hueco en que había habido hace mucho tiempo hermosas figuras de vidrios de colores. Los demás no entendían por qué se la daba de interesante mirando al exterior. En cualquier momento sería necesario emprender la marcha nuevamente y no habría otro paisaje que el deprimente exterior. Trataron de llamarlo para que fuera a comer las galletitas que habían encontrado pero no respondió. La nueva actitud de Sebastián hacía las cosas muy difíciles para los demás, que tampoco tenían muchas esperanzas de llegar a algún lugar por el camino que seguían.
Afuera, los campos se habían convertido en cuadriculas de un pasto descompuesto. Las rutas eran plateadas y el verde de los campos era nauseabundo. El agua de los ríos apestaba a óxido y la única compañía que encontraban eran los trinos de algunos pocos pájaros y las insoportables vueltas de algunos insectos. Las grandes ciudades habían quedado atrás, allá al este. No tenían muy en claro qué buscaban, qué los movía, pero tenían la sensación de que nada bueno podía salir de la desembocadura del río.
Rodrigo reparó en la extraña expresión de Manuel que no dejaba de observar el remolino que formaban las moscas y mosquitas. Mientras tanto, Damián daba vueltas junto a las paredes, dándoles golpes distraídos con la mirada perdida y una galletita en la otra mano. Manuel pidió que retomaran su andar y Damián le dijo que no, le faltaba dormir a él.
- No tenés sueño, vámonos a la mierda -le espeta Manuel.
- ¿Qué te pasa, por qué tanto apuro? -le responde Damián.
La mirada dura de Manuel reclamó la apropiada atención de Damián, después volvió a mirar los insectos y Damián entiendió así que estuviera preocupado. Se llevó la galletita a la boca y se encaminó al gigantesco umbral de entrada. Todos desfilaron, pisando las hojas del alto portón que yacían en el suelo. Sebastián se demoró viéndolos irse, echó un vistazo a los insectos y siguió los pasos de sus compañeros. No habían apuros en un mundo que se había quedado sin tiempo. Las mosquitas abrían su vuelo circular y las moscas desaparecieron en la densidad de una sombra más oscura que la noche.
Los pasos de Manuel eran veloces, sus piernas se impulsaban como resortes. El cuerpo de Rodrigo todavía no se quitaba la modorra de encima y tenía que alcanzar a su amigo trotando, Damián no se molestaba en seguirles el paso y desde detrás se dirigía a él para que se tranquilizara y explicara lo que pasaba. "Aléjense de la iglesia" murmuraba Manuel sin detenerse ni comprobar que lo hubieran escuchado. Rodrigo pasaba el mensaje traducido en un encogimiento de hombros. Sebastián se quedaba cada vez más atrás, viendo a sus lados, al norte y al sur. El sol todavía no salía y el frío que sentía parecía que viniera directo de los extremos polares. Encima de ellos, las estrellas ardían como fuegos fatuos.
- ¿Qué pasó? ¿Descansaste demasiado bien? ¿Tenés una idea de dónde nos vamos a refugiar ahora? ¿Qué vamos a comer? ¿Tenés con qué tirarle a los pájaros? -Damián comienza a enojarse. Su tensión creciente frena a Manuel, quién se da vuelta y contesta con los ojos duros:
- Hay que alejarse de esa iglesia. Tu idea de que no usaban tanto metal es excelente pero ahí habían un puñado de bichos portándose raro y yo prefiero estar lo más lejos posible de las rarezas. Ya suficiente con que está todo contaminado y bañado en metal.
- Y no es mala idea buscar con qué tirarle a los pájaros, che -interviene Rodrigo para ver si logra calmar las tensiones.
Los tres muchachos se habían detenido, los humos de Manuel empezaban a bajar y solo faltaba que se les uniera Sebastián. Fue entonces que lo buscaron con la mirada y lo encontraron corriendo hacia ellos, la cara deformada por el pánico. Detrás de él, lo que parecía la silueta de la iglesia recortada contra el cielo estrellado aumentó ocultando el horizonte y entonces jadeó. Los gritos de los muchachos retumbaron en la noche, olvidaron los puntos cardinales y corrieron a donde pudieron. Sentían cómo esa criatura sacudía los campos con cada paso. La carrera pronto acabaría cuando se agotaran las pocas energías que les quedaban.
No podían pensar y muchos menos calcular si para entonces la criatura ya tenía que haberlos alcanzado o no. Tampoco repararon en el cambio del suelo de terroso a metálico. En medio de lo que había sido una ruta argentina, el metal que la bañaba se alzó en columna. Por supuesto que no se detuvieron a averiguar qué ocurría y pasaron de largo a esa figura que cambiaba su forma.
Damián oyó el grito de Rodrigo cuando este cayó agotado. Desgarró su garganta al llamar a los demás que fielmente desanduvieron sus pasos, entonces se derrumbó él mismo y tosió sangre. Se arrastró hasta su amigo sin atender a nada antes de llegar a él. Cuando se reunieron, junto a ellos cayeron de rodillas Sebastián y Manuel. Rodrigo sentía que el final estaba sobre ellos y permanecía tumbado en el suelo sin querer ver, los demás lo alzaron y dirigieron su mirada a lo que ocurría en esos momentos. En el medio de la ruta, un hombre de metal agitaba un látigo plateado envuelto en llamas.
Oyeron estallidos en el aire con cada latigazo y vieron cómo la enorme silueta que ocultaba el horizonte se encogía gimiendo y gruñendo. Con un movimiento del brazo cromado, el látigo se enrolló en una protuberancia de la sombra que reaccionó con un horroroso alarido. La onda sonora les calo a los muchachos hasta los huesos, sentían sus cuerpos contraerse de dolor. Apenas podían mantener su atención, la única tranquilidad que tenían era la de ver al monstruo domado y no podían permitirse juzgar si ese hombre significaba otra amenaza. Lo vieron alzar su brazo libre, doblarlo y, con ese movimiento, el sol salió en el este. Bajó el brazo y ahí quedó el sol pintando de naranja los campos plateados. A la luz del sol, la sombra reventó en volutas de humo.
Ninguno podía explicar lo que sus ojos atestiguaban. Pero tan aterradora experiencia no quería acabar sin más. El hombre de hierro no volvió al metal del que había salido, tenía un torso que volteo hacia ellos, tenía un par de piernas que dobló y adelantó acercándose a ellos. Con el sol detrás de él, era difícil definir su imagen. Finalmente su figura tapó el disco de fuego y la vista de los muchachos pudo delinear sus rasgos. Todo el cuerpo era como el de cualquier persona, su rostro hasta tenía una sonrisa clavada con la figura de dientes perfectos delineados sobre el metal. Pero esa cara carecía de todo lo demás. Parecía un casco de metal pulido, tenía el espacio necesario para portar ojos, nariz, pómulos, orejas, pero solamente mostraba esa sonrisa sólida y sin labios.
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